NUESTRA VUELTA AL MUNDO EN NUEVE MESES- VIETNAM

Nota: este texto ha sido basado en nuestro diario de viaje durante la vuelta al mundo que hicimos en 2004.

Tras Tailandia y Laos, cruzamos el Mekong y nos adentramos en Vietnam, tierra de Charlies.

Paula cruzando con determinación el puente conmemorativo a la amistad lao- vietnamita.

En esta etapa del viaje hicimos la primera parada en Hanoi (con desvío obligatorio a la bahía de Halong, porque si no, parece que no has estado en Vietnam), y de ahí bajamos en tren, autobús o cualquier artefacto rodante disponible hacia el sur: Hue, Danang, Nha Trang, Hoi An, Dalat, Ho Chi Minh y el Delta del Mekong. Era 2004, más o menos cuando Vietnam empezaba a perder su inocencia, esa mezcla de ingenuidad y encanto caótico que definía muchos lugares de Asia y que poco a poco se va acabando.

Cuando hablo de “cualquier artefacto rodante” no estoy bromeando. Ahí vemos a Paula, como una reina.

Nosotros ya habíamos visitado el país en 1996 y en 2000, así que podemos hablar con ese tono ligeramente insoportable de quien ha estado “antes de que fuera cool”. Empezaban a brotar los primeros rascacielos, pero lo más llamativo era la evolución natural del parque móvil.

Me explico: el sistema de tráfico vietnamita se basa en una especie de código Morse auditivo, donde uno comunica su presencia tocando el claxon de forma continua; como el sonar de un murciélago, pero menos sofisticado. En los 90, esta sinfonía urbana estaba compuesta por miles de timbres de bicicleta: una cacofonía encantadora y casi poética, digna de un cortometraje francés de esos que le gustan a Paula y Enrique, y yo no soporto.

Pero en 2004 las motos ya estaban ganando la batalla —porque eso se llama “progreso”, ¿no?—, y donde antes había melodía, ahora había bocinazos. Muchos bocinazos. Encanto, descanse en paz. Vietnam seguía siendo fascinante, sí, pero ahora había que escuchar la belleza... entre líneas.

Paula de nuevo, jugándose la vida. Yo también, que hice la foto mirando hacia atrás sin soltar el manillar.

Caminar por las aceras en Vietnam era, literalmente, una hazaña imposible, porque ahí es donde ocurre la vida. Las casas suelen tener dos plantas: abajo está la tienda (y la cocina, y media existencia), arriba las habitaciones. Esa tienda no es solo un negocio; es también sala de estar, comedor, oficina, guardería y, a veces, taller de motos improvisado.

Los productos se desbordan sobre la acera como si el suelo fuera una estantería más, y entre montañas de mercancía verás a gente comiendo, charlando, durmiendo la siesta… todo al mismo tiempo y en el mismo metro cuadrado. La intimidad, aquí, es un concepto meramente decorativo.

Leroy Merlin, versión Hanoi 2004

A eso súmale los vendedores ambulantes que montan un restaurante completo con solo dos taburetes de plástico, los abuelitos en pijama paseando, las cocinas móviles echando humo entre motos aparcadas... Todo sucede a ras de suelo, en una especie de teatro urbano donde cada quien interpreta su papel sin guion y sin director.

Y todo tendría un encanto irresistible si no fuera por las motos. Las motos, omnipresentes e incansables, convierten cada paseo en una coreografía de supervivencia. Entre claxonazos y acelerones, caminar por la calle (porque ya quedó claro que por la acera, no) exige reflejos felinos y ojos en la nuca. Turismo de riesgo, lo llaman.

Una joven empresaria vietnamita

Una cosa que nunca dejará de sorprendernos son las posturas elaboradas de los asiáticos cuando duermen la siesta.

Si tuviéramos que entregar un premio al lugar más insólito del viaje, Dalat se lo lleva sin despeinarse. Esta ciudad, encaramada en las montañas del sur de Vietnam, fue diseñada originalmente como refugio vacacional para los franceses, que, como eran delicaditos, no soportaban bien el calor pegajoso del resto del país. Gracias a su altitud, Dalat presume de un clima fresco, pinos, lagos y colinas suaves… un paisaje casi europeo, si ignoras todo lo demás.

En 2004, Dalat era un destino turístico doméstico, especialmente popular entre parejas de recién casados. ¿El estilo? Bueno… imagina la horterada estética de una boda ochentera en España, añádele una buena cucharada de kitsch asiático, un chorro de salsa de soja y el delirio psicodélico de alguien que se comió un champiñón sospechoso. Eso es Dalat. Y sí, incluye la estatua más grande jamás dedicada a una gallina. Porque claro que sí.

No me creías, ¿verdad?

En mi libro Todo lo que debes saber sobre la felicidad (sí, esto es cross-selling descarado, ¿qué pasa?), hay un capítulo titulado “Invierte en experiencias y disfruta de los dividendos”. La idea es simple: cuando vives una experiencia excepcional, no solo la disfrutas en el momento; también recoges beneficios cada vez que la recuerdas, hojeas las fotos, lees tu diario de viaje o la relatas —quizás con ligeras mejoras— durante una cena. Cada evocación es como un dividendo emocional: un pequeño pago en forma de sonrisa.

En Dalat nos tocó uno de esos momentos que no se planifican y por eso salen perfectos. Una de esas veladas que se instalan sin hacer ruido en la memoria, y que condensan lo mejor de viajar: lo inesperado, lo humano, lo genuino. Por eso la cuento.

Nos hablaron de la casa de un personaje local: ex-periodista, pintor, poeta y músico. Era 2004, en tiempos pre-Instagram, cuando los lugares mágicos aún se descubrían por el boca a oreja y no por hashtags estratégicos. Este hombre tenía la costumbre de invitar a viajeros a tomar café. Y allá que fuimos, con un amigo canadiense y el clásico “a ver qué pasa”.

La escena fue tomando forma poco a poco, como esos guisos de mi mamá: con un chup-chup lento. Se hablaba en inglés, español, francés y alemán —a veces todo a la vez, como si fuera lo más normal del mundo. El anfitrión aparecía de vez en cuando: regalaba flores a las chicas, tocaba la guitarra, lanzaba una sonrisa medio sabia, medio cómplice. Era como un hilo conductor entre historias de medio mundo.

Fue una noche sincera, improvisada, inolvidable. De esas que no tienen postales, pero se quedan contigo. Y ahora, mientras escribo esto, revivo aquella escena. Y cobro el dividendo.

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